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Opinión



jueves, 7 de mayo de 2020

El mejor amigo que me dio la vida

Su partida de nacimiento dice que nació el 13 de junio de 1937, aunque siempre bromeaba

diciendo que había sido realmente el 8. 
En Rubio, estado Táchira (lugar donde vio la luz por primera vez) podían ocurrir esas cosas.
Tuvo muchos hermanos y hermanas, todos muy unidos y con un respeto entre ellos bastante interesante para uno el citadino. Me contaba que tuvo una niñez movida, jugando y metiéndose en problemas de muchacho, nada del otro mundo. 
Mi abuelo, don Carlos García, fue un hombre de campo, pero entiendo que muy inteligente para los negocios; a lo lejos veo a mi padre salir de casa con el sol ausente para su último encuentro con él. Aún contamos con fotos que se ven lejanas, pero que son la muestra de que compartimos poco, pero intensamente.
Cuando visitaba a Rubio de su mano, no faltaba una anécdota en cada esquina; todo le recordada esas cosas de muchacho que nunca olvidas. Una bocanada de su pasado, era una puerta que se abría a su interior; yo quería saber tanto como pudiese.
Creo que mi padre no tuvo grandes carencias en su infancia, quizás si mucha disciplina de la dura, cosas de esos años.
En la década de los 50 tomó la decisión de irse a Caracas junto con algunos de sus hermanos y hermanas. No sé que lo motivo a hacerlo, supongo que la adrenalina de vivir en una metrópoli y las ganas de conocer lo hasta ese momento desconocido. Quizás algo de rebeldía también; necesidad posiblemente.
Para un joven andino, Caracas sería un cambio épico en la forma de ver la vida. Según cuenta, la pasó muy bien, disfrutó y trabajo bastante. Conocía cuanto recoveco de mala muerte de la ciudad, así que todo indica que la caminó hasta cansarse; era caraqueño de corazón, nunca le sentí acento andino, se fundió con su nuevo gentilicio y lo hizo propio sin quejarse; no obstante, siempre nombraba con orgullo a su terruño.
Caminé a su lado desde Quinta Crespo, hasta la Avenida Urdaneta, viendo todas las vidrieras y escuchando cada anécdota de la ciudad. Comíamos cotufas en la plaza Bolívar, mientras correteaba palomas y ardillas. Un buen juego de los leones no podía faltar; incluso llegamos a ir a ver a los tiburones de “home club”, solo para escuchar el sonido del bate y la pelota. Luego, esas visitas al estadio las hacía con mi hermano, y recordábamos el famoso pollo frito y la cantimplora llena de algo para tomar.
Conocía las calles de forma perfecta, no necesitaba “gps” para saber llegar a un sitio; cuando te daba una dirección, podías tener la imagen perfecta, él era así, todo detalle.
Te repetía las cosas varias veces, cuando joven era horrible, de hombre entendí que solo quería evitar que me equivocara, ese era su mayor intención. 
Luego de su llegada a la capital, supongo que estaría debatiéndose en cuanto a qué hacer con su vida y haría una que otra cosa para subsistir. Caracas sería más amable en esa época. 
Dicen que a todo andino le encanta una “cachucha”, él no fue la excepción; se unió a la Policía Metropolitana de Caracas; estaba nueva de paquete. 
Al principio quizo ser oficial, pero el curso era en el Junquito. Huyó, el frío lo superaba; siempre bromeaba con él sobre eso. Me parecía increíble que un hombre grande y fuerte como él haya pedido “la baja” y acabar con su sueño de ser policía. No fue del todo así, en un sitio más cálido y con un curso más corto, se convirtió en agente.
Su carrera fue de alrededor de 25 años continuos. Salió jubilado por allá en la década de los ochenta como sargento primero, así que mal no le fue; se le recordaba como un hombre estricto y honesto. Cuenta la leyenda que cuando lo jubilaron sus subordinados hicieron una fiesta, no fue invitado. Su reputación lo precedía y eso generó un compromiso grande a posteriori. Estando en el liceo, ser su hijo era todo un evento.
Alrededor de sus 30 conoció a mi mamá. Una mujer encantadora y con un carácter fuerte; ella estaba apenas por llegar a los 20. Al parecer no quería tener un novio mayor, ni policía y menos que fuese andino; mi papá era las tres cosas, increíble. En ese momento, mi papá tuvo que renunciar al amor que tenía a las motos y a la vida libre, probablemente eso lo salvó de muchas otras vicisitudes y dilemas. Le quedó una fuerte alergia al ron; una vez, con voz firme le dije: “no puedes tomar eso otra vez”, yo no llegaba a los ocho años, aceptó mi sugerencia.
Se casaron y vivieron muy humildemente en una barriada de Caracas; allí nació el primero de tres hermanos. Con mucho sacrificio y esfuerzo lograron comprar un apartamento en Caricuao, donde nació el resto de la camada. Lo pagó con su jubilación, quería garantizarle el techo a sus hijos y esa financiera desacertada decisión era la manera de demostrarlo.
Vivíamos los cinco allí, cómodos, sin carencias, con una cama caliente y muchas historias que contar. Nos llevamos siete años aproximadamente cada uno; mi mamá dice que lo planificó así para poder trabajar como enfermera y ayudar económicamente tanto como mi papá, aún cuando hay muchas anécdotas en cuanto a mi inesperada llegada.
Esta diferencia de edad prácticamente nos convirtió en hijos únicos, así que tuvimos el tiempo para disfrutar de él y sus cosas.
El mayor tuvo la oportunidad de conocerlo como hombre joven y activo, el del medio como hombre maduro y sabio y quien suscribe como hombre bonachón y consentidor.
Le encantaba el béisbol, fanático de los leones del Caracas. Heredamos el amor a ese equipo por él. Conocía anécdotas y estadísticas súper precisas. Jugaba muy bien al sóftbol, dominó y a las bolas criollas, nadaba como delfín y tenía una fortaleza física que le permitía hacer cosas que veíamos con asombro; todo parecía que en sus manos era posible. Me enseñó hasta a jugar ajedrez, no he vuelto a jugar como en ese entonces.
Cuando íbamos a la playa mi mamá no dejaba que me metiera mar adentro; yo me sentaba en la orilla a ver como se alejaba, se sumergía y salía al rato como si nada. Nunca sentí temor, confiaba en que era el mejor nadador del mundo.
Su abrir y cerrar de puerta era mítico; no podía dormir si tenía alguna duda sobre el estatus de la misma. Independientemente de quien llegara de último, él debía validar que todo estuviese perfecto, la seguridad primero.
Ir al conuco era épico. Levantarse de madrugada, llegar, caminar, sembrar, recoger y cargar. Todo era una enseñanza y un aprendizaje, todo era vida y abundancia. Luego subir todo al apartamento y regalar a los vecinos y familiares, todo era bondad.
Era reservado en la casa, estricto en el trabajo y alegre con sus hermanos y amigos. Era un cóctel; tuve la oportunidad y fortuna de verlo en todas sus facetas.
Le gustaba leer historias de vaqueros. En su mesa de noche tenía una colección, luego las cambiaba por otras. No se donde estarán, solo recuerdo que se acostaba de lado y las leía con detenimiento.
Tenía una ortografía y gramática de universitario, escribía en la máquina de escribir con rapidez y precisión, el “tipex” no era una opción. Siempre decía que había sido sumariador, tarde entendí que era. Mis trabajos del liceo eran obras de arte, dado que siempre estaban perfectamente cuadradas y muy bien redactadas; de allí le agarre amor a ese arte.
Cuando entré al liceo, me dijo que era algo temporal; le creí. Me convenció luego de que aguantara un año más; acepté. Ya con el tiempo le dije que lo dejara así. Gracias a esa mentira piadosa conocí mejor a mi esposa y aquí estoy, hecho y realizado; siempre tuvo la respuesta para todo.
Vivió a plenitud, trabajaba con pasión y heroísmo; no veía el reloj para cumplir con su obligación, fue digno ejemplo de constancia. No le gustaba el lujo, pero si quería lo mejor para sus hijos; nunca fue egoísta o envidioso, esas acciones no estaban en él. Era exigente y acucioso, revisaba mi boleta de la escuela y bachillerato con un ojo clínico perturbador (a veces era un acto de paciencia escuchar sus reclamos por una nota baja); imprimió en mí el deseo indescriptible de ser tan bueno como fuese posible, sin daños colaterales. Me enseñó que mi única competencia era yo mismo, espero poder transmitir eso aguas abajo. 
Un día me dijo qué hay personas que nacen para clavo y otras para martillo. Entendí rápidamente que esa sería la frase que me definiría como hombre. La verdad es que no se como explicar la enseñanza, solo se que entendí que hay que ponerlo todo.
Nunca me obligó, nunca se impuso, siempre dejo que el libre albedrío fuese la respuesta a todo; seguro confiaba en que al final las cosas saldrían bien, sentía que su trabajo había sido eficiente.
Luego de una larga carrera en la policía, trabajó en una empresa privada, lo hizo con pasión, dedicando quince años de trabajo fuerte y constancia. Cuando vio al último hijo tomar el título universitario, sintió que ya estaba realizado; allí tomó la decisión de retirarse con dignidad y vivir en casa al lado de mi madre. 
Vivieron solos y muy juntos luego de que todos dejamos el nido; verlos era un ejemplo de constancia. Se que la vida en pareja no es fácil, pero ellos lograron sortear todo lo sorteable y se mantuvieron juntos hasta el último segundo.
La verdad es que eran una maquina perfectamente aceitada. Vieron a sus hijos graduarse, casarse, tener hijos y vivir con altos y bajos; siempre estuvo dispuesto a dar consejos. Eran muchas veces fuertes, pero basados en la experiencia y desde el amor. Por momento sonaban altivos, altisonantes y antipáticos, pero era la forma de llegar al punto donde pocos quieren llegar. 
Lo por momentos perturbador era que luego de una gran reprenda, al rato se acercaba como si nada hubiese pasado, ahora entiendo que es que no había rencor. Para mi, en ese momento el cerebro me estallaba, yo quería seguir la discusión.
El tiempo no perdona, pero Dios le dio la oportunidad de ver nacer a sus nietos, los cargó, los besó y los abrazó. Su vejez fue tranquila, no le faltó nada. Estuvo en su casa y en su cama caliente; ver televisión fue su mayor distracción. 
Disfrutó el retiro, compartió con sus nietos, los vio crecer y los hizo vivir otras aventuras fantásticas; se que ellos tendrán mucho para contar a sus propios hijos.
Sus hijos lo abrazaron y lo besaron, sin importar que eran varones, el siempre fue puro corazón, su metro casi ochenta, corpulencia y aspecto de gladiador era solo una fachada de alguien que siempre pensaba con el alma, luego usaba el cerebro. A veces la gente decía: “tu papá es duro”, yo les decía que era solo una vista limitada de la verdad.
Me enseñó tantas cosas útiles, que afortunadamente siempre he valorado, creo que no me quedó nada en el tintero, todo se lo dije, todo me lo dijo (incluso lo no tan bueno).
Uno quiere que las historias de amor sean eternas, la verdad es que no son así; la definición de aceptación es algo que aún estoy investigando.
Se fue un 7 de mayo de 2020. Partió desde su cama, en su casa, con sus seres queridos y protegido. Su querida Caracas fue el lugar de partida.
Apenas habían pasado las 8:00 de la mañana cuando lo decidió junto a Dios, él era madrugador; me despertó la lluvia en mi casa, confío firmemente que esa era su despedida, no podía irse sin avisar, esa era su costumbre, nunca sonaba la puerta sin antes decir a donde iba, yo hago lo mismo.
Dios lo recibió allá arriba con una fiesta y yo se que más que irse, se fundió en mi; nos mira, cuida y espera, nos amortiguará la llegada cuando el creador lo disponga y yo estaré feliz de verlo, besarlo y abrazarlo como cada vez que me recibía o despedía de casa.
Esto lo escribo para tender un puente entre mis recuerdos y la vida de mis hijos y sobrinos. Es solo un rastro de lo que fue y una letra que perdurará por siempre. Decirlo con palabras me costará, escribirlo solo me coloca en el riesgo de ser simplista ante la inmensidad de su obra. Algún día ellos leerán esto y sabrán quien me dio la vida. Yo estaré tranquilo porque siempre le di tributo.

2 comentarios:

  1. Simplemente extraordinario... Un abrazo grande!!!

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  2. Te amo primo! Dios los fortalezca y los guie cada día. Hermoso saber lo grande que fue y que ustedes le dieron la satisfacción de saber que todo valió la pena.

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